25/10/10

Un baño de realidad... y Richard Dawkins

Hacía mucho tiempo que no cogía el metro de Madrid para ir al trabajo. Hoy he tenido que hacerlo. Y en el corto trayecto de 40 minutos he tenido ocasión de darme un buen baño de humanidad, literalmente, pues en la hora punta de Madrid la humanidad se desparrama por los pasillos, por los andenes y dentro de los trenes, te rodea y te moja y a veces, hasta te ahoga.

No penséis que soy un remilgado: toda mi vida he usado el metro, y soy un gran defensor de este transporte público, servicio imprescindible, esencial y básico en toda gran ciudad. Pero conviene recordar que el metro en horas punta dista mucho de ser ése veloz y confortable medio de transporte que nos quieren vender en los anuncios (sobre todo en ciertas líneas y ciertos tramos) y puede convertirse en una pequeña tortura. Tanto, que mucha gente directamente lo rechaza y prefiere consumir minutos y minutos en el atasco, pero al menos cómodamente sentado, con el climatizador ajustado y escuchando música o la sabiduría que destilan los todólogos mañaneros de su tertulia radiofónica favorita.

El caso es que me disponía a disfrutar el trayecto haciendo eso que te permite el metro y no el coche: leer. Sin embargo, empezaron a ocurrir cosas.

Primero fue un carterista. Unas voces al fondo del vagón me hicieron apartar mi atención del fascinante experimento del doctor Richard Lenski con 45.000 generaciones de bacteria Escherichia Coli en su laboratorio de la Michigan State University, que muestra de manera espectacular, para desconsuelo de los creacionistas, los efectos de la selección natural delante de nuestros ojos y en un cortísimo espacio de tiempo.
Pero en un cortísimo espacio de tiempo y también delante de mis ojos un tipo con aspecto desaliñado se escabullía por el andén a los gritos de “caradura”, “jeta”, “sinvergüenza”… mientras un señor de cierta edad advertía a otro que el susodicho había estado a punto de robarle la cartera, y lo hubiera hecho de no ser por los gritos de alerta de este caballero.

Siempre me da por pensar en estos casos qué hubiera hecho yo si el carterista estuviera actuando a mi lado y yo lo advirtiera. Al fin y al cabo, el tipo tenía muy mala pinta, y podría revolverse con violencia ante un grito de alerta, sobre todo en un espacio cerrado en el que puede sentirse muy acorralado. Y, qué queréis que os diga, yo soy de los que piensan que la cartera de un desconocido, ni siquiera la mía propia, merece un navajazo. Posiblemente lo más inteligente sería dejar que actuara, bajarse con él en la siguiente parada y seguirle discretamente mientras avisas a la policía con el móvil (siempre que en dicha estación hubiera cobertura) o a alguna pareja de seguratas que te encuentres por allí y que no estuvieran ocupados amenazando a algún top-manta.

Sin terminar de resolver esta íntima duda moral que me reconcomía, volví a la lectura del libro de Richard Dawkins, diciéndome a mi mismo con alivio que así sería improbable que pudiera ver a ningún carterista actuando por muy cerca que éste estuviera.

Pero a los pocos minutos ocurrió algo más. Algo tan fascinante (aunque mucho más inexplicable) como el experimento del doctor John Endler con los peces guppies de Venezuela, un experimento que muestra a las claras como la Evolución (sí, esa peligrosa idea de Darwin) ocurre delante de nuestros ojos (ya sé que me repito), a veces a velocidades sorprendentes.

Una señora se levantó para apearse en la siguiente estación, dejando en el asiento el periódico gratuito que había estado leyendo. Uno no sabe si este gesto es una cortesía para que otro viajero pueda tomar el periódico y leerlo a su vez, o bien un ejemplo de la deleznable costumbre hispana de abandonar nuestras basuras en cualquier sitio para que otro las recoja. En cualquier caso, un orondo representante femenino de eso que podríamos llamar con cierta malicia “animal de polígono industrial” se sentó encima del periódico mientras hojeaba bruscamente su propio ejemplar. En el asiento de enfrente, al mismo tiempo, una joven vestida y peinada con el monótono estilo que un estirado observador (yo no, por supuesto) definiría como “típico de las chonis del sur” se dirigía a ella para pedirle si le podía acercar el periódico sobre el que se había sentado. Para pasmo de todos los que íbamos alrededor, la mujer gruesa reaccionó levantando el periódico para no ver la cara de la otra mientras mascullaba un improperio. La joven puso cara de sorpresa y masculló que la tipa debía de estar loca. La cosa no habría pasado de ahí si no fuera porque la primera seguía farfullando cosas ininteligibles, hasta que se oyó un sonoro insulto. En ese momento, la joven se levantó airada y se fue hacia la otra, recriminándole en voz alta el insulto e insultándola a su vez. A partir de aquí se inicia una “conversación” a gritos entre ambas, de lo más absurdo que os podáis imaginar, mientras los otros ocupantes del vagón ejercíamos de testigos mudos, malsanamente fascinados por el grado de violencia verbal que se estaba produciendo sin ningún motivo aparente.

Al final la chica consiguió su periódico y el tono de los improperios de ambas fue bajando hasta detenerse, momento en que todos los demás volvimos a lo que estábamos haciendo, pero con un poco menos de confianza en la racionalidad del género humano.

Para los que estamos convencidos del poder de la razón y de que las palabras sirven para entenderse, es un duro golpe observar comportamientos como éste. Siempre se puede decir que la señora estaba un poco loca, y que la chica era en exceso susceptible y, en fin, ambas un poco verduleras. Pero lamentablemente no es tan sencillo: posiblemente ambas eran gente “normal”, ciudadanas acudiendo a su puesto de trabajo, con cierto interés por las noticias del periódico, etc. Lo único que me dio por pensar, es que los “razonamientos” de los creacionistas, que el libro de Dawkins menciona a menudo, se me antojan un poco menos incomprensibles a la luz del material de desecho que hay dentro de algunos de nuestros cerebros. Y después de esta brillante conclusión, me sumergí de nuevo en la lectura, para buscar en el libro las claves de la Selección Natural que me permitieran entender el estúpido comportamiento de ciertas subespecies del homo-sapiens.

Sí, lo sé: esto es sólo una anécdota, un episodio casual que posiblemente no se repetirá en meses, del que no se pueden sacar conclusiones. Pero mirad, es lunes, comienza una dura semana de trabajo (para los que tenemos la suerte de tenerlo) y no me digáis que no es más entretenido empezarla con un poco de sociología amateur con pinceladas de psicología de barra de bar...

1 comentario:

Lole dijo...

Caramba.
Yo viajo a diario en el metro y casi nunca tengo la mala (o buena, según se mire) suerte de disfrutar de tales espectáculos.

Pero sí. Tirarse a diario media hora ida y otro tanto de vuelta ahí abajo carece del glamour que la señora condesa nos intenta colar con la publicidad (¿el mejor metro del mundo?). Indudablemente ésta está dirigida a los no usuarios, pero potenciales votantes.