2/4/09

El fin de la infancia


Casi todos los domingos paseamos, Vicky y yo, por la Dehesa de la Villa. Me hago viejo y tengo, claro, costumbres de viejo: repetidas, tranquilizadoras. El último domingo, a la vuelta, nos encontramos con una charanga, apenas cuarenta personas tras una pancarta y dos muñecos grandotes guiados por cordeles. Casi todos ellos iban disfrazados, casi todos con festivas pinturas de guerra. El lema que les precedía era algo así como "Por un barrio solidario y mestizo”. Hacían ruido de tambores y juegos de malabares.


“Yo también estoy por un barrio mestizo y solidario”, dije, “pero no hago ruido”. Vicky respondió: “entonces nadie lo sabrá” .


Tenía razón, como tantas veces. Me pregunto cuándo empecé a sentirme ridículo al defender ideales. Qué día me encontró revolviendo cifras y gráficos, tratando de comprender las cosas desde lejos y, desde luego, sin hacer ruido. Cuándo sustituí palabras como “bueno” o “injusto” por “retroalimentación positiva” o “desestabilizador”. Cuándo me abandonó la inocencia y me casé de penalti con la ironía.


Hace tiempo conocí a un chaval, muy majo, que a veces llevaba una camiseta roja. En blanco, en tipos grandes, estaba escrito: “Non serviam”. Y un poco más abajo, dejándolo claro: “Orgullo obrero”. Yo quise hacerme una camiseta parecida, ya digo que fue hace mucho tiempo, pero como tantas otras cosas, se me olvidó.


Ahora ya no podría ponérmela: combinaría fatal con la barriga, combinaría fatal con mi cinismo, combinaría fatal con las canas y con mis amigos. Supongo que con mi inocencia pasó lo mismo y por eso se largó, sin dejar siquiera un mensaje escrito con pintalabios en el espejo.

.